Un día te despiertas y te das cuenta que
dejaron de gustarte los hombres. No soñaste con ninguno ni te emocionas con el
recuerdo del último con el que estuviste. Escarbas tu mente, tratas de volver a
sentir ese placer de cuando les tocabas el cuerpo, el pelo, te deleitabas con
su olor, pero con indiferencia compruebas que por alguna extraña razón ya no te
producen nada.
Pero no te asustes, no me malinterpretes,
resulta que tampoco te gustan las mujeres. Para comprobarlo recuerdas a tus
amigas, analizas sus caras, sus siluetas, imaginas que les das besos para saber
si tu preferencia sexual cambió y la indiferencia es peor. No sientes ni
placer, ni asco, no sientes nada. Si ni las mujeres ni los hombres producen
algo en ti ¿entonces qué te gustará? ¿A dónde quieres llegar?
Perturbada, confundida, sales sigilosamente
de tu casa por una ventana que se encuentra abierta, pegas un brinco y estás en
la calle. Comienzas a caminar, tus sentidos se encuentran aguzados, puedes oler diferentes aromas,
puedes observar cosas que están muy lejos, escuchar sonidos muy sutiles y te
percibes tan flexible, tan elástica. Nunca la calle te había parecido tan
reconfortante. De pronto observas una paloma y en tu interior algo se desata,
tus tripas claman por un bocado de comida, recuerdas aquel pie de manzana que
tanto te gustaba y te sorprende que esa “rata con alas” produzca un efecto en
ti. El ave toma vuelo rápidamente y tú sigues caminando sin saber a dónde vas o
qué estás buscando. Tratas de hacerlo muy despacio y lejos de las personas, te
asquean, les temes, sabes que no debes confiar en ellas si no hacen parte de tu
“familia”.
Cuando llegas a un parque comienzas a jugar
en el césped, buscando algún bicho que molestar, tratando de entretenerte. En
un momento un niño trata de acercarse y te alejas. Recuerdas que aquellas
criaturas tampoco son de fiar. Así que de nuevo estás caminando, internamente algo
te dice que tienes un objetivo pero no lo recuerdas bien. Así que te dejas llevar.
Sin saber cómo ni por qué llega el sabor de la leche. Te detienes en un esquina
y lo ves a él, blanco, con sus ojos perfectamente verdes, con su actitud
imponente, sus orejas firmes y mirándote fijamente. Algo en tu interior se
activa, algo en tu cabeza estalla, te estremeces y entonces recuerdas todo,
cada mañana es lo mismo, cada mañana sufres una especie de transición. Corres
hacía él como lo haría un secuestrado tras bajarse de un helicóptero y observar
en un cúmulo de gente a sus hijos ya mayores que no veía hace ocho años. Y él
permanece quieto, haciéndose el indiferente, pero cuando comienzas a lamerle
las orejas, a rozarle tu estómago, a hacerle todos esos ruidos estúpidos que
puedes hacer enamorada, aquella delicia no aguanta más y se retuerce, cierra
los ojos y te devuelve las caricias, las lamidas.
Llevabas años esperándolo, añorándolo,
deseándolo y ahora por fin son felices, libres... Y así todo vuelve a tu mente,
hace muchos años te enamoraste de él, tú estabas en el colegio, en ese entonces
eras una niña, él en la universidad, tuvieron una relación tormentosa, loca,
que incluía sexo, drogas y algo de “electro
indie”, pero
no terminó nada bien. Tus padres no estaban de acuerdo con que salieras con él,
él se fue de la ciudad, le lavaron el cerebro, luego te borró de su vida y te
botó como a un juguete viejo y dañado, y no se volvieron a ver. Pero el destino
les tenía una sorpresa, algo que ninguno de los dos imaginaba, tuvieron que
morir para volver a nacer. Todo te parece tan mágico, tan hermoso, aunque muy
en el fondo después de dormir juntos y enfrentarte a su bipolaridad -cada vez
que huyes para que no te mate por el dolor que te puede llegar a causar-
maldices al que se inventó aquella frase tan cliché de: “Nos volveremos a ver
en otra vida, cuando seamos gatos”. Ese desgraciado por qué no dijo cuando
seamos perros, caballos u otro mamífero que no tuviera espículas, sea repudiado
por la mayoría o tenga tanto cuento chino.