domingo, 5 de febrero de 2017

El palacio del encaje rosa

Vogue Italia, 2010 by Paolo Roversi

por Catalina Londoño Almeyda
Texto fantástico

Pasaron meses desde la última vez que había rechazado a un hombre para casarme así que mi padre, Lord Gillingham, decidió organizar un baile en el salón principal de nuestro hogar. Las paredes que usualmente eran translucidas y de un color similar al de la goma de mascar, se vistieron de elementos lujosos realmente innecesarios y tan pesados que no me permitían atravesarlas, así tuve que verme en la tediosa tarea de buscar puertas para poder circular en el laberinto que era mi casa.

La semana anterior había sido mi cumpleaños número ochenta y cinco, era una mujer que apenas estaba acabando su juventud, pero papá creía que debía estar comprometida antes de que fuera considerada muy vieja. Así que, en el día del baile, mi doncella llegó a vestirme con un kimono de seda negra que su esposo había comprado en el Mercado de los Sedientos por petición de mi madre, ¡nadie me avisó que vestiría como viuda! Pero afortunadamente pude arreglar mi atuendo con un collar de diamantes que habían sido cosechados de la plantación de cristales que los franceses cultivaron el año anterior. A las seis de la tarde comenzaron a llegar los invitados, la mitad eran los aburridos amigos de mi familia, y el resto, hijos de personas importantes del reino que tenían títulos similares a los de papá. Me parecía bizarra la idea de discutir con aquellas personas para encontrar un candidato al que pudiese soportar después de pocas semanas, sin embargo decidí lanzarme por el tobogán que llegaba a la primera planta del palacio y tener la mente abierta para ver si lo que parecía imposible lograba cumplirse. 

La noche transcurría sin ninguna novedad. El traje negro que vestía se hacia más largo con cada minuto que pasaba y me enredaba con los invitados, más de una vez me vi en la embarazosa tarea de caminar en círculos tratando de recoger ese rio infinito de tela que parecía haber sido hechizada por mi padre para obligarme a conversar. Candidato tras candidato coqueteaba conmigo, yo solo podía fingir sonrisas ante sus bromas aburridas y rezaba silenciosamente para que todo acabara pronto.


El evento se acercaba a su final y quedaban pocas personas, decidí que era el momento de irme y dejar atrás –por lo menos esa noche– ese gran monumento de encaje al que llamaba hogar. Caminé hasta el establo y ensillé mi pavo para ir a cabalgar, mi madre hubiese muerto de un infarto si se enterara de cómo iba sentada sobre el animal –no al estilo inglés, ciertamente–, me alejé del palacio y me adentré en el bosque de arboles invisibles sin miedo y con seguridad de que a mi familia le sería fácil encontrarme si seguía el rastro de plumas blancas que dejaba mi pavo.

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