por Saía Rivera
El camerino era sofocante, faltaban cinco minutos para salir en escena pero yo sentía que eran cinco segundos y esto lo digo porque era la primera puesta en escena con mi propia compañía así que no podía fallar, era en ese momento un cuerpo con sangre hirviendo, huesos pesados, venas inflamadas y piel de vidrio. La ansiedad se apoderaba de mí, yo sabía que era un genio, el dios de la danza, imparable, insaciable y perfecto pero sabía también que mi cordura se estaba cayendo a pedazos, se estaba quebrando como una vajilla rota que yo trataba de contener y recuperar y sin embargo su caída sería el inminente final.
Decidí ir a ensayar mis pasos al salón del lado, empecé por hacer saltos, eran mis saltos, esos que el público aplaudía sin cesar y que yo sabía, eran perfectos, incluso en ese momento, cuando los hacía fuera de escena. Salté una y otra vez porque sabía que la perfección no terminaba ahí, podrían ser aún mejores. Sentía como mi mente se desgastaba pensando en que jamás alcanzaría la perfección. La perfección es bella, singular, la ausencia de todo aquello que causa disonancia en las mentes pero creo que el punto de quiebre fue el momento en el que me di cuenta que la perfección existe sólo para contemplarla, sólo que aún no era el momento para dejar a esa realidad entrar en mí, era demasiado cobarde y ególatra para hacerlo, así que ahora era momento de perfeccionar mis giros, rocé las puntas de mis pies contra la fría y áspera madera, de manera insaciable. Tras un lapso de tiempo, que hasta el día de hoy no logro descifrar cuantos segundos, minutos o incluso hasta horas fueron, empecé a sentir como se desgastaban mis dedos, era cuestión de segundos para que empezara a sangrar, entonces paré.
Pienso que sería oportuno describir mi traje, porque él lograba hacerme sentir en escena como la enfermedad lo empezaba a hacer todos los días de mi vida. Tenía mangas hasta debajo del hombro, que aprisionaban mis brazos, no estaba seguro del material pero me atrevo a decir que era seda, majestuosa seda de color turquesa, tenía bordados en la parte superior, eran en diferentes formas, triángulos, líneas, cortes de círculos, y sólo el hecho de ver las formas me confundía, a decir verdad así me hacía sentir mi perdida de cordura: en un laberinto lleno de incógnitas que solo me confundían. Posteriormente tenía una especie de cinturón pero no era de cuero, era de un textil elástico que sujetaba mi cintura y una brillante y pesada hebilla de metal, era tal la presión que ejercía que me producía nauseas. En la parte inferior el traje era suelto y caía en forma de A, dejando una sensación de abandono y descubrimiento. Así se sentía la esquizofrenia, en un principio sofocación, presión y desesperación, luego y finalmente la caída sin reversa al abismo.
La puesta en escena ya había comenzado y tenía memorizado el tiempo que tomaba cada acto, y sabía que era mi momento, tomé las escaleras hacia abajo y mientras lo hacía pensaba que tal vez la genialidad traía consigo la locura, pensaba que era irremediable y no lucharía contra mi enfermedad, sólo me entregaría a ella. Llegué al escenario pero las luces estaban apagadas y no lograba ver nada, tampoco podía escuchar las partituras de Stravinsky, todo era una espesa y pesada oscuridad.
IMAGEN
Vaslav Nijinsky. RussianBalletIcons.com -La Vanguardia Bercelona, 12 agosto del 2014
http://www.lavanguardia.com/local/barcelona/20140812/54412887019/cambo-salvador-nijinsky.html
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