María
José Giraldo
“Si
una mujer perfectamente extraña se te acercara en la calle y te preguntara
“¿por qué no viajas con una pequeña cobija de cashmere color frambuesa para
envolverte en ella en hoteles y trenes?” Las posibilidaes son que te voltearas
con dignidad y la golpearas con una botella”
Así
empezó S. J. Perelman su ácida parodia sobre mi columna Why Don´t You que
nació hace veinte meses en Harper’s Bazaar. Carmel Snow, mi editora, es la más
enfurecida e indignada con el artículo de Perelman para The new Yorker y no
deja de preguntarme por qué no puedo parar de reirme cuando lo leo. La
verdadera respuesta a esta pregunta es que yo sé algo que ella no sabe y que no
me deja hacer otra cosa más que reírme cuando pienso en el relato de Perelman
dentro de su tan leída parodia que lo único que ha hecho es popularizar mi
columna, y es que dicen que no existe tal cosa como la mala publicidad.
S.
J. Perelman es una persona extraña, a pesar de ser humorista es increíblemente
amargo, uraño y casi nunca sale de su granja en Pensilvania, no le gusta llamar
la atención y pocas veces hace algo fuera de la rutina. Es gracias a esto que
casi sin ningún esfuerzo el autor convenció a sus lectores de que las
embarazosas historias que cuenta en su artículo sobre cómo siguió las
sugerencias de Why Don´t You son ficticias y simplemente tienen el próposito de
parodiar más gráficamente lo que pasaría si alguien tomara en cuenta mis
alocados consejos.
La
granja de Perelton queda en el Condado de Bucks, un lugar pequeño y callado del
que nunca se oye nada en Nueva York y no despierta ningún interés entre
nosotros, mi amiga Eva es quizás una de
las pocas Neoyorkinas que tiene nexos con ese lugar. Hace unos meses me contó
cómo un loco, según ella, había seguido mi sugerencia de la última columna “¿Por
qué no experimentas el efecto de rosas de diamante y lazos en tu cabeza,
como los usa Garbo cuando se despide de Armand en su casa de campo?”
Efectivamente,
Perelton salió ese día a la oficina postal con una cantidad de rosas de
diamantes y lazos apilados en su cabeza y las combinó con sus más elegantes
alpargatas. Todo salió bien considerando que este era un pueblo Amish. Sólo fue atacado con lechugas por una señora y
perseguido por un curandero del que tuvo que esconderse toda la noche en un
sauce para después volver a su granja en la madrugada pasando desapercibido. Tardó varios meses en conocer al pueblo de que
tenía un hermano gemelo extremadamente rico pero un poco demente.
Perelton
no entendió el mensaje: mientras más extravagante, más liberador. Mis
sugerencias no son para todo el mundo. El pobre estaba tan furioso de haber
visto frustrado su único intento de salir de su amargura que decidió culparme a
mi y escribir su parodia, cuidándose de que si alguna vez nacía un rumor acerca
de su embarazosa expedición a la oficina postal, la gente pensaría que había
sido él mismo quien lo había empezado con su relato “ficticio” en The New
Yorker.
¿Qué
le diría sobre su tan sentida parodia? “Nada mejor que una mascota para curar
la amargura. Para ti que te gusta mantenerte en lo seguro, tendría también una
sugerencia: ¿por qué no te compras un gato y lo llamas Gato para no correr
riesgos? “
Webgrafía
·
Aaron
Gell, A Godess in the Family, recuperado
de http://online.wsj.com/news/articles/SB10000872396390443855804577601283717949226, 23/08/2012.
·
Lisa
Immordino Vreeland, Diana Vreeland’s
Secrets, recuperado de http://www.harpersbazaar.com/culture/features/diana-vreelands-secrets-0912, 17/08/2012.
Bibliografía
·
S.
J. Perelman, Frou Frou or the Future of Vertigo, The New Yorker, Noviembre
1994, página 246 – 247.
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